26 jun 2010

La vida en una margarita

Deshojar una margarita para saber. El resultado del proceso de retirar cada pétalo, a la espera del último que devele si somos amados o no, queda a merced de la cantidad de ellos y la fórmula que utilicemos.


"Me quiere mucho, poquito, nada” es una secuencia de tres. “Me quiere, no me quiere”, de dos. No hay cómo saber a qué conclusión arribaremos, a menos que contemos anticipadamente las hojas de la margarita, aunque entonces ya no importaría, la trampa invalida el medio. La revelación, sabremos, ya no sirve.


Sólo al final se nos dirá, si lo hemos recorrido sin trampas, lo que esperamos saber. Pero entonces ya será inalterable. La elección de una u otra fórmula ha sido decisiva.

Y lo curioso es que hemos jugado este ardid adivinatorio al menos alguna vez en la vida, sin darnos cuenta de que es mucho más que el secreto del otro. Es nuestro propio secreto el que protagonizamos.

¿Dónde hallar el eslabón  perfecto entre lo que anhelamos íntimamente ser y lo que somos?
Mientras los años marcan la caída de nuestros pétalos, la precariedad irrumpe y nos vence. Somos temporales e irreversibles, llenos del pasado que vamos viviendo. Aferrados a la necesidad de trascender, abrazamos nuestra redención como podemos concebirla: Dios, la ciencia o la filosofía, de alguna manera, cobijan la existencia de todos y conceden un destino.

Dictado nuestro minuto final, recorrido el largo camino de ladrillos en el que transitan nuestros pasos abiertos a la sentencia de la noche, nos preguntaremos por la fórmula elegida al principio. Y anhelaremos nuevas margaritas para deshojar, seguros de saber lo que no deberíamos hacer.

Es que si algo habremos cosechado con certeza es el conocimiento de lo que nunca debimos ignorar. 

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