¿Qué es el perdón?, ¿es, acaso, la virtud contrapuesta a la justicia?
Pedir perdón es volver sobre los pasos y desdecirse reconociendo que se ha violentado algo. Que hemos cometido un error en el mejor de los casos. En el peor, que ha sido adrede, que optamos por algo a voluntad, concientes de la consecuencia buscada, pero que ahora nos pesa.
Pedir perdón es volver sobre los pasos y desdecirse reconociendo que se ha violentado algo. Que hemos cometido un error en el mejor de los casos. En el peor, que ha sido adrede, que optamos por algo a voluntad, concientes de la consecuencia buscada, pero que ahora nos pesa.
Hemos predicado del esfuerzo que significa pedirlo porque nos duele la apariencia que no sabemos contener y que se rinde ante la evidencia, aunque sólo sea la interna.
Pero en los pormenores del arte de perdonar no encontramos la receta.
El Perdón con mayúsculas, nos enseñan, se recibe del Creador. Porque fuimos – y somos – perdonados, perdonamos. Así. Esa es la razón. Ese es el modelo supremo. El ofendido desde la eternidad no sólo aguarda por nosotros, procura él mismo el reencuentro.
Pero lo sublime y noble del acto se nos escurre de entre los dedos. No llegamos a entender la manera. La verdad es que no sabemos cómo ser parte de ese mecanismo porque del otro lado –ofendidos– el dolor, la sospecha, la tristeza y el enojo nos actualizan las razones para no renunciar.
Y decimos dar el perdón muy a pesar de nuestros sentimientos. Sentimientos que reclaman la justicia que decimos abandonar. Es que la Justicia es la adecuación de los actos a sus consecuencias. Y nosotros, en ese momento, la preferimos.
Pero se nos pide el perdón.
Y es allí mismo, y no en otro momento, donde añoramos mucho más que eso. Que así no hubiera sido. Que no nos lo hubieran hecho. Que no lo hubieran pedido. No estar allí.
Entonces, de nuevo, ¿qué es el perdón?, ¿es, acaso, la virtud contrapuesta a la justicia? Perdonar no es amnesia, pues a nadie le ocurre. Tampoco es olvido, que seguimos sabiendo cómo han sido las cosas.
Es levantar la sanción, romper la cadena de efectos. Repentinamente nos damos cuenta de que no sólo es no dejar a las cosas ser, sino que es enfrentarse a ellas, y convertir el camino natural. Es torcer lo que ocurre, para que así no sea.
Perdonar ya entonces no será un sentimiento, será luchar contra él. Será volverse contra uno mismo y exigirse un cambio para beneficio del infractor.
Perdonar dejará de ser una simple renuncia para volverse un ejercicio cotidiano. Implicará levantarse contra cada sospecha que nos advierta, convencernos a conciencia y debilitar el recelo que nos protege.
Significará una promesa de acción. No es que no recordaremos, más bien no nos permitiremos admitirlo como razón.
Triste manera de entender que el perdón se concede, que jamás se obtiene. Y por ello mismo, sólo esperable de la víctima.
Quien se arroga la resolución de un conflicto y perdona, condesciende o permuta, violenta la causa de la víctima, la causa de todos. Porque nos restringimos y adecuamos las más de las veces por temor a las consecuencias, y el perdón es un mal ejemplo.
Sigo sospechando que demasiadas veces es la prédica de los violentos. Atreverse a pedirlo al herido, es renunciar a su derecho y a su defensa.
Hoy sé que no debí perdonar a algunos, aunque recibí perdón de quienes no esperaba. Ha sido un injusto balanceo de beneficios y aún no sé cuántos lo merecieron, cuánto lo merecimos.
Porque perdonar, así, es un acto de amor. Del amor que renuncia, paradójicamente, a la justicia.