12 jul 2010

Rebaños y Galileos

El cuadro es usual en los hogares creyentes: la oveja en brazos del pastor, rescatada, que vuelve a las 99 seguras. La parábola está registrada en el Evangelio de Lucas y ha dado pie a miles de poemas, cuadros y reflexiones.

La pertenencia al rebaño es la identidad colectiva. Se es manada de este o aquel grupo, por asociación o exclusión, por elección o por decantación. Nos identificamos con ideas mayores al amparo de lo que ya se ha definido. Cristianos, ateos, agnósticos. Ramas conservadoras o revolucionarias. Esta pertenencia ahorra esfuerzos para tomar decisiones a cada paso y para explicarlos. La automatización de los pequeños actos pone a la vida en una constante más o menos coherente y todo funciona según los modelos mayores. La docencia de los líderes hacia los miembros conserva el orden y la vida del grupo.

A pesar de la romántica prédica a los soñadores de las masas instándolos a fortalecer las virtudes, el cuestionamiento de las bases no es bienvenido en ningún círculo. Los que se salen de los moldes deben dar cuenta de las razones propias y las ajenas al discutirlas. La integridad del rebaño ofrece resistencia y el individuo es puesto a prueba.

No son siempre sus argumentos -los del rebelde- los que caen. Cae la resistencia. La soledad del que osó ser original es a veces insufrible y se desdice. Galileo abjuraba de su teoría del sol y se desgarraba en un "eppur si muove" (sin embargo se mueve) mientras se levantaba en la historia de la humanidad un monolito a la vergüenza. Importó que el genio renegara de sus palabras aunque su alma siguiera pensándolas. La generación del astrónomo no vio más que su derrota. 

Terminando el siglo XX, el papa Juan Pablo II pidió perdón por los errores de los hombres de la Iglesia en la historia. Por Galileo propuso una revisión en 1979, pero la comisión (nombrada en 1981 y que concluyó sus trabajos en 1992) afirmó una vez más que Galileo carecía de argumentos científicos para demostrar el heliocentrismo y reafirmó la inocencia de la Iglesia como institución. Se insistió en la obligación de Galileo de prestarle obediencia y reconocer el magisterio eclesiástico, justificando la condena y evitando darle plena razón. El propio Ratzinger (hoy papa Benedicto XVI), el 15 de febrero de 1990 en la Universidad Romana de La Sapienza, hizo suyas las palabras de Paul Feyerabend: "La Iglesia de la época de Galileo se atenía más estrictamente a la razón que el propio Galileo, y tomaba en consideración también las consecuencias éticas y sociales de la doctrina galileana. Su sentencia contra Galileo fue razonable y justa, y sólo por motivos de oportunismo político se legitima su revisión".

El 2009 fue declarado Año Internacional de la Astronomía y el Vaticano ofreció una misa en su honor y se organizó un congreso internacional sobre Galileo Galilei. La Iglesia aceptó el legado del astrónomo pero siguió justificando sus actos con un inadmisible aroma de orgullo.

Eso es una manada: la renuncia a la autodeterminación, la entrega de los propios actos a la moral de terceros. 

Me pregunto qué quiso decir el Maestro con la parábola de la oveja perdida que el pastor busca hasta hallarla y por la que se alegra con los vecinos, y que tanta letra dio al gozo del arrepentimiento.

Quiero creer en un Dios que no usa a las 99 buscando a la perdida, que las deja y se las arregla él solo en un mano a mano. En un Dios que no usa el poder de la manada y se muestra en la inmensidad del espacio donde el que lo busca está.

Que las ovejas, a fin de cuentas, no conocen el camino. Tampoco las 99.

26 jun 2010

El perdón y la justicia

¿Qué es el perdón?, ¿es, acaso, la virtud contrapuesta a la justicia?


Pedir perdón es volver sobre los pasos y desdecirse reconociendo que se ha violentado algo. Que hemos cometido un error en el mejor de los casos. En el peor, que ha sido adrede, que optamos por algo a voluntad, concientes de la consecuencia buscada, pero que ahora nos pesa.

Hemos predicado del esfuerzo que significa pedirlo porque nos duele la apariencia que no sabemos contener y que se rinde ante la evidencia, aunque sólo sea la interna.

Pero en los pormenores del arte de perdonar no encontramos la receta.

El Perdón con mayúsculas, nos enseñan, se recibe del Creador. Porque fuimos – y somos – perdonados, perdonamos. Así. Esa es la razón. Ese es el modelo supremo. El ofendido desde la eternidad no sólo aguarda por nosotros, procura él mismo el reencuentro.

Pero lo sublime y noble del acto se nos escurre de entre los dedos. No llegamos a entender la manera. La verdad es que no sabemos cómo ser parte de ese mecanismo porque del otro lado ofendidos el dolor, la sospecha, la tristeza y el enojo nos actualizan las razones para no renunciar.

Y decimos dar el perdón muy a pesar de nuestros sentimientos. Sentimientos que reclaman la justicia que decimos abandonar. Es que la Justicia es la adecuación de los actos a sus consecuencias. Y nosotros, en ese momento, la preferimos.

Pero se nos pide el perdón.

Y es allí mismo, y no en otro momento, donde añoramos mucho más que eso. Que así no hubiera sido. Que no nos lo hubieran hecho. Que no lo hubieran pedido. No estar allí.

Entonces, de nuevo, ¿qué es el perdón?, ¿es, acaso, la virtud contrapuesta a la justicia? Perdonar no es amnesia, pues a nadie le ocurre. Tampoco es olvido, que seguimos sabiendo cómo han sido las cosas.

Es levantar la sanción, romper la cadena de efectos. Repentinamente nos damos cuenta de que no sólo es no dejar a las cosas ser, sino que es enfrentarse a ellas, y convertir el camino natural. Es torcer lo que ocurre, para que así no sea.

Perdonar ya entonces no será un sentimiento, será luchar contra él. Será volverse contra uno mismo y exigirse un cambio para beneficio del infractor.

Perdonar dejará de ser una simple renuncia para volverse un ejercicio cotidiano. Implicará levantarse contra cada sospecha que nos advierta, convencernos a conciencia y debilitar el recelo que nos protege.

Significará una promesa de acción. No es que no recordaremos, más bien no nos permitiremos admitirlo como razón.

Triste manera de entender que el perdón se concede, que jamás se obtiene. Y por ello mismo, sólo esperable de la víctima.

Quien se arroga la resolución de un conflicto y perdona, condesciende o permuta, violenta la causa de la víctima, la causa de todos. Porque nos restringimos y adecuamos las más de las veces por temor a las consecuencias, y el perdón es un mal ejemplo.

Sigo sospechando que demasiadas veces es la prédica de los violentos. Atreverse a pedirlo al herido, es renunciar a su derecho y a su defensa.

Hoy sé que no debí perdonar a algunos, aunque recibí perdón de quienes no esperaba. Ha sido un injusto balanceo de beneficios y aún no sé cuántos lo merecieron, cuánto lo merecimos.
Porque perdonar, así, es un acto de amor. Del amor que renuncia, paradójicamente, a la justicia. 

La vida en una margarita

Deshojar una margarita para saber. El resultado del proceso de retirar cada pétalo, a la espera del último que devele si somos amados o no, queda a merced de la cantidad de ellos y la fórmula que utilicemos.


"Me quiere mucho, poquito, nada” es una secuencia de tres. “Me quiere, no me quiere”, de dos. No hay cómo saber a qué conclusión arribaremos, a menos que contemos anticipadamente las hojas de la margarita, aunque entonces ya no importaría, la trampa invalida el medio. La revelación, sabremos, ya no sirve.


Sólo al final se nos dirá, si lo hemos recorrido sin trampas, lo que esperamos saber. Pero entonces ya será inalterable. La elección de una u otra fórmula ha sido decisiva.

Y lo curioso es que hemos jugado este ardid adivinatorio al menos alguna vez en la vida, sin darnos cuenta de que es mucho más que el secreto del otro. Es nuestro propio secreto el que protagonizamos.

¿Dónde hallar el eslabón  perfecto entre lo que anhelamos íntimamente ser y lo que somos?
Mientras los años marcan la caída de nuestros pétalos, la precariedad irrumpe y nos vence. Somos temporales e irreversibles, llenos del pasado que vamos viviendo. Aferrados a la necesidad de trascender, abrazamos nuestra redención como podemos concebirla: Dios, la ciencia o la filosofía, de alguna manera, cobijan la existencia de todos y conceden un destino.

Dictado nuestro minuto final, recorrido el largo camino de ladrillos en el que transitan nuestros pasos abiertos a la sentencia de la noche, nos preguntaremos por la fórmula elegida al principio. Y anhelaremos nuevas margaritas para deshojar, seguros de saber lo que no deberíamos hacer.

Es que si algo habremos cosechado con certeza es el conocimiento de lo que nunca debimos ignorar. 

Comienzos. Porqué.

Hoy esperé en vano la promesa de las nubes espesas del día.
 
La lluvia tiene, para mi, una magia especial. Me lleva a momentos del pasado caprichosamente. Recuerdo el aroma de las masas que mamá hacía con la excusa de aprovechar el calor para entibiar la casa. Recuerdo el sonido de las gotas sobre el techo de zinc que parecían suaves aplausos inaugurando la tormenta. Recuerdo mi cama tibia de la que no quería salir porque hacía frío afuera. Y recuerdo esas largas largas horas donde el tiempo se detenía para que se fijaran en mi corazón esos años.

No hay caso. Me gusta el sol si hay brisas. Me gusta la lluvia si puedo mirarla desde un lugar seco y acogedor. Me gusta el frío detrás de una ventana. Me gusta el sol si me refugio en la sombra. Los grandes placeres moderados por sus opuestos, en un equilibrado punto medio tan difícil de encontrar a veces.

Eso es esto. Opuestos. Escribiendo para todos, y tal vez nadie lo lea. Ganas del amigo que trasciende tiempo y espacio, como cuando a los 17 años esbocé una colección de ensayos que osé titular "Margaritas a tus pies". Explicándome, en un arranque de ensueño, agregaba: "Que mis palabras lleguen a tu alma como gotas de rocío a la tierra sedienta para que juntas, ella y tu, hagan a la margarita que abrazan las almas gemelas".